Publicado en Pagina 12, 21 de septiembre del 2001
No voy a escribir acerca de lo que ocurrió, a pesar de la afectuosa convocatoria de quienes -en otros ámbitos- me invitaron. Ya escribieron, y continuarán haciéndolo, quienes debían o quisieron opinar. No podría decir otras cosas más allá de lo ya comentado y repetiría que los terrorismos no constituyen una clave para la convivencia. Reiterar que debemos fomentar la tolerancia y admitir el valor de las diferencias constituyen apreciaciones en las que redundamos desde que el multiculturalismo y el comunitarismo abrieron un nuevo territorio para el debate y avanzaron hacia la revisión de los principios éticos, religiosos y políticos con los que tradicionalmente operó Occidente.
No voy a escribir, entonces, acerca de lo que ocurrió, que se convirtió en suceso descripto como hecho histórico y es evaluado según la canónica de los horrores: los que emergen de los escombros actuales y los que emergen de la responsabilidad estadounidense en la historia de Chile, de Nicaragua, de Panamá y de Vietnam, por sólo enunciar algunos. Esta articulación memoriosa organiza la réplica de innumerables conciudadanos que, hablando de los Estados Unidos, sostienen: «Acordémonos que ellos colaboraron con Inglaterra en la Guerra de Malvinas»; de este modo se enfrentan con el comentario de quienes no logran desatarse de la crítica espantada: «¡Qué barbaridad, cuánta destrucción, qué criminales…!». Ambas posiciones han puesto al descubierto la dialéctica que regula el inicio de la búsqueda de justicia cuando dicha búsqueda aparece, en un principio, regida por la piedad y la compasión hacia las víctimas. Piedad y compasión, figuras que la filosofía política reavivó en las polémicas entre los autores anglosajones y los españoles, intentando diferenciar -o no- entre la compassion y la pity (la piedad connotada como superior a la compasión).
Fueron los politólogos y filósofos españoles quienes, tiempo atrás y desde la coyuntura política, advirtieron acerca de la piedad tal como la describió el psicoanálisis, caracterizándola como una emoción que irrumpe ante el dolor padecido por la víctima inocente; reacción acompañada por la indignación y la inmediata demanda de una justicia ejemplificadora, elemental y primaria.
Es esa reacción piadosa asociada con la justicia punitiva hacia quienes produjeron el daño la que divide las aguas entre quienes lloran por las víctimas del ataque terrorista esperando la sanción contra sus autores y promotores, y aquellas personas que -sin dejar de reconocer la tragedia- contestan: «Se lo buscaron; es el resultado de la soberbia y de la explotación de otros pueblos».
En ambas posiciones, la piedad y la compasión hacia las víctimas apuntan a la justicia; ya sea la justicia que se demanda o la que se supone ejecutada mediante el atentado. En ambas posiciones, la piedad constituye una dimensión sentimental que se caracteriza porque es una respuesta veloz, inmediata, que acerca a los observadores a lo destruido y victimizado.
Es una vivencia que utiliza una perspectiva primaria para concebir la justicia, cualquiera sea la argumentación de quien la solicita, la reclama o da por sentado que «se lo merecían». Quienes protagonizan dichas posiciones disidentes, sin embargo, con el transcurrir de los días han comenzado a unificar los diversos matices emocionales de la piedad y la compasión, debido al miedo compartido. Tanto la piedad cuanto la compasión actuadas como respuestas inmediatas carecen del tiempo, del espacio y de la decisión necesarios para racionalizar sus contenidos, que originalmente se centraron en las víctimas del atentado. Pero, sin necesidad de introducir los desdenes de Nietzsche hacia estos sentimientos, ni los esfuerzos de Spinoza para acomodarlos, un análisis elemental de lo escuchado esta semana enlaza las divergencias de las distintas posiciones con la presunción y el pálpito de algo grave, tal vez siniestro, que podría involucrarnos. Que aquello que otros acaban de sufrir se convierta en experiencia propia. Sin apelar a las violencias terroristas que ya sobrellevamos en la Embajada de Israel y en la AMIA, lo que podría sucedernos funda una simetría posible con otras víctimas. Y desactiva cualquier indiferencia. Nos convierte en merecedores de compasión y de piedad en tanto y cuanto sujetos vulnerables ante cualquier ataque o como participantes en una guerra. Es la anticipación de la calidad de víctima. Esta mecánica, que responde a un ordenamiento lógico, conduce al punto que con mayor entusiasmo discuten los teóricos: la posibilidad de que piedad y compasión superen su sentimentalismo original y se conviertan en virtudes universales. Es decir, en ahijadas de la reflexión ética, con disponibilidad de respuestas y decisiones racionales. Claro que esta superación virtuosa, apuntando a la solidaridad internacional tal como lo pretendía Rorty, cuando sostenía la necesidad de expandir el «nosotros» a un número creciente de «ellos», como proyecto político básico para la convivencia, no es lo que tenemos delante. Por ahora contamos con dos corrientes de opinión que transparentan la orientación del deseo: «Hay que hacer justicia y castigar a los asesinos de gente inocente» (que elude la idea de responsabilidad social), y otra: «Yo no digo que el terrorismo sea bueno, pero que se lo merecían, se lo merecían» (que elude la idea de inocencia e incluye el desquite).
No escribiré acerca de lo que sucedió. Sin duda es necesario que otros lo hagan. Por mi parte, sólo dispongo de herramientas que me permiten pensar en lo que nos está sucediendo, rumbo a ser merecedores de compasión y de piedad, puesto que podríamos protagonizar alguna forma inesperada de victimización. Riesgo que comienza a convertirse en una vivencia que quizá se encuentre en el ánimo de innumerables habitantes de nuestro país.
El miedo asociado con el suspenso nos inscribe en el estatuto de víctimas en borrador, aún no actualizadas en actos catastróficos y masivos, pero cuyos efectos anticipatorios tienen la eficacia que el miedo les garantiza.
Situación que no conduce a la pasividad, pero sí al desconcierto. Según afirman algunos filósofos, «compadecemos porque estimamos y apreciamos» a quienes son víctimas, por el solo hecho de serlo, sin evaluar sus méritos o sus faltas. Si así fuera, ¿de dónde y de quiénes provendrá la estima y el aprecio compasivo que como víctimas podría correspondernos en el futuro, si llegasen a concretarse en acciones algunos de los miedos actuales?