Clarin, Lunes 31 de enero de 2000
La adolescente se sentó delante de mí y sobre la mesita que tenía al frente colocó un pequeño tubo con spray. Durante la semana anterior había comenzado su tratamiento psicológico y el diagnóstico permitía suponer que se mantendría en sus comportamientos desafiantes. Comenzó a hablarme como si le costara pronunciar las palabras; de pronto abrió la boca y me mostró su lengua: «¿Te gusta?», me preguntó.
Una pequeña barra de metal le atravesaba verticalmente la parte delantera de la lengua, perforándola de arriba hacia abajo, coronada en ambos extremos por una pequeñísima pieza de metal que podría retirarse en caso de deshacer la artesanía. El tubito de spray contenía anestésico y debía aplicárselo sobre la zona perforada para mitigar el dolor. La adolescente había ingresado en la comunidad de los «piercings».
El episodio ocurrió años atrás, cuando el «piercing» recién se aplicaba entre nosotros, pero en otros países contaba con adeptos que se consideraban «modernos primitivos».
Quienes leen o miran las fotos de las diferentes zonas del cuerpo donde se practica el «arte perforatorio» registran un estremecimiento localizado en el bajo vientre, efecto de la violencia que estas decoraciones implican.
Sin embargo, la práctica del «piercing» (palabra que remite a perforar o taladrar) pretende diseñar una filosofía defensora de derechos humanos. «¿De los derechos humanos?», sería la azorada pregunta de los que no están informados. Datos aportados por los antropólogos y por los historiadores, sumados a las descripciones (discutibles) introducidas por Doug Malloy, «el padre del moderno taladrado», nos acercan a los antecedentes de esta práctica.
Las perforaciones para colocarse aros en las orejas, nariz y labios se utilizaron -se utilizan aún- en algunas tribus africanas y en ciertas regiones de India. Los mayas incluyeron la perforación de la lengua como práctica ritual. Fueron los atletas griegos -que durante los Juegos Olímpicos competían desnudos- quienes iniciaron la costumbre de proteger sus genitales de las sacudidas que provocaban los ejercicios sujetándolos mediante una barra de madera o metal que llamaron kynodesme.
La costumbre continuó en Roma -200 a 400 años antes de Cristo- colocando un anillo de metal en los genitales de atletas y también de los esclavos para que no se reprodujeran. Siglos más tarde, los soldados de la Legión Extranjera repitieron la costumbre que se mantuvo entre algunos «iniciados» europeos. (¿El príncipe Alberto, marido de la reina Victoria de Inglaterra?).
La práctica se difundió en la pornografía, buscando nuevos estímulos y también fue incorporada por grupos punk.
Los «modernos primitivos»
¿Cuál es la filosofía de los actuales practicantes del «piercing», que incluye la perforación mediante barritas de metal y aros en los genitales femeninos? Los adherentes afirman que utilizan el cuerpo como protesta y como denuncia de conflictos de nuestro tiempo: los descuartizamientos de los enemigos en Ruanda, la destrucción de los cuerpos durante las torturas practicadas en casi todo el mundo o los cuerpos apilados en los campos de exterminio de los nazis. Como paradigma, el efecto de la bomba atómica sobre los habitantes de Hiroshima, y no titubean en remontarse a la crucifixión habitual en otras épocas.
En los Estados Unidos, quienes fueron jóvenes transgresores de las convenciones sociales y hoy trabajan en ámbitos que no tolerarían «piercing» a la vista, recurren a perforar alguna parte del cuerpo que no se exhibe y caminan por la vida sintiéndose parte del nuevo desafío que el «piercing» promete. Se denominan a sí mismos «babyboomers», una réplica del que fue el boom de los nacimientos décadas atrás.
Entonces, el «piercing» pretende ser una denuncia frente al horror que los seres humanos son capaces de producir sobre los cuerpos ajenos. En su defensa de los derechos humanos (?) algunos utilizan otra argumentación: «Queremos evidenciar que los negros de Africa y nosotros tenemos los mismos derechos». Es decir, recurren al multiculturalismo y al reconocimiento de las diversas etnias como equivalentes de las etnias europeas.
Hasta el día de hoy, no escuché que estos fueran argumentos utilizados por los adolescentes que adhieren al «piercing» incluyendo los aros incrustados en sus párpados y ombligos. Un día aparecen perforados ante el estupor espantado de sus padres: la moda define estas elecciones cuya vidriera aportan los jóvenes ensayando en sus cuerpos una violencia consentida que ellos desmienten en nombre de una nueva estética.
El «piercing», instalado como una moda que excede el arito en el lóbulo de la oreja, logró transformar en invisible el peligro que proviene de la necesidad de elegir una marca perforante del propio cuerpo para consagrar una identidad.
Los códigos del cuerpo sangrado ganan adeptos entre nosotros; muchos/as perforan sus genitales para abrochar con metal las pulsiones de una sexualidad malherida.
Precisan decir algo que no llega a simbolizarse mediante el lenguaje verbal, pero que se define por su aspiración de ser un grupo de elite. Esa es una fantasía habitual de los adolescentes que ahora encontraron artesanos del «body art» (arte en el cuerpo) capaces de incrustarles en la carne o en los cartílagos algo diferente de lo que heredaron de mamá y papá.
Siempre y cuando mamá y papá no practiquen el «piercing».