Editado en Clarin, el 22 de febrero 2002
Al comenzar las clases, los nenes y las nenas ya instalados en las aulas comenzarán a abrir sus mochilas. Es posible que, junto con los lápices, empiecen a sacar las cucharas y las minicacerolas que han aprendido a asociar con los derechos ciudadanos. «¡Una nueva forma de la violencia escolar!» sería el mensaje simplista. En cambio, constituyen ese universo al cual denominamos niñez, capaz de producir radiografías de la época.
En diciembre del 2001 mi nieto, con tres años recién cumplidos, me recibió en su casa con el cucharón en ristre y la cacerolita donde se prepara su amado puré, ambos enlazados en un discurso inédito: «Yo golpeaba desde la ventana porque en la calle los cohetes no me gustan». Inmediatamente me interrogó:»¿Vos golpeaste la cacerola en tu casa?»
Quizá se lo pueda preguntar también a su maestra jardinera y ella, así como todas las docentes, tendrá que referirse a los cacerolazos como indicadores del pulso nacional. Les alcanzará con mencionar el destino del incentivo docente para introducir el modelo justicia-injusticia que los chicos sintonizan sin titubear.
Los alumnos que inauguren el nuevo ciclo no serán los escolares previstos por los programas. Ni los docentes serán los que hubieran podido ser. Ahora, maestros y alumnos están unidos por las experiencias que las cacerolas y los piquetes insertaron en todo el país; están juntos en la recesión y en el sobresalto y comparten las protestas según sus estilos de participación.
Cuando los adultos describen los hechos que vienen sucediéndose, reiteran la condición pacífica de las convocatorias. La garantía de esa decisión estaba dada por la presencia de los hijos, puesto que no los arriesgarían a violencia alguna. (No imaginaron la represión criminal.) Al mismo tiempo algunos consultaron por la alteración del estado de ánimo de sus chicos y solicitaron orientación.
Sabemos que la familia juega un papel continente, por lo tanto podría recomendarse mantener la serenidad, intentando regular el desasosiego parental.
Tales formas de contención, que demostraron ser técnicamente válidas en otras situaciones, reclaman una revisión parental. ¿Se acuerdan de aquellos chicos que vimos por TV cabalgando en los hombros del papá y caceroleando al lado de su mamá, mientras el abuelo vociferaba: «¡Queremos que los políticos se vayan!»?
Una continencia que suponga que los chicos nos creerán si negamos el dolor que impregna al país deja de ser continencia para transformarse en hipocresía. Se trata de asumir los sentimientos que no pueden transformarse en palabras neutrales porque en las autoconvocatorias los adultos gritan, lloran y amenazan mientras tropiezan sobre un tembladeral.
¿Cómo solicitar que en el sufrimiento y la confusión se resguarde el equilibrio emocional que los chicos precisan? Además del daño que diariamente constatamos, también se lesionó la contención históricamente eficaz; hoy es necesario adecuar aquella responsabilidad continente a los hechos actuales.
Identificarnos como parte del caos desde el cual se anuncia o se desea modificar nuestra manera de ser ciudadano -lo cual obliga a reconocernos como habiendo sido complacientes con las prácticas políticas y económicas pervertidas y pervertidoras- es parte de la continencia familiar. Se llama autocrítica.
Llevamos décadas de atraso en la concepción filosófica de lo que se entiende por familia y por niñez y debido a ello se insiste en repetir los paradigmas conocidos. Pero los chicos actuales son hijos de las contradicciones y de las paradojas con que la historia impregnó sus vidas. Por ejemplo, cuando se pretende hacerles creer que acometer a puntapiés las puertas de un banco es un ejercicio pacífico en nombre del derecho.
Tampoco ha sido fácil para nosotros aprender el ,b>valor de las transgresiones legitimadas por la lucha contra el abuso de poder y la injusticia, cuando no forman parte de las normas legales. Chicos y adultos tripulamos el mismo bote con rumbo desconocido. Aunque los adultos empuñen el timón de la impotencia.
Legalidades transgresivas
Cuando en 1992, maestras y maestros decretaron su huelga y salieron a la calle llevando de la mano a los alumnos, éstos escucharon cómo los docentes usaban palabras de esas que «no se dicen» para referirse al ministro de Educación. Al día siguiente, esos mismos niños ante la advertencia de esa maestra -«¡Fulanito, pórtese bien!»- tenía dos opciones: o bien obedecía callándose lo que pensaba («Usted a mí no me puede decir que me porte bien porque yo la vi portándose mal») o desobedecía desertando de toda disciplina.
Nació otra alternativa: tolerar la contradicción que la situación imponía. Por una parte, entender la legalidad del derecho de huelga y, por otra, comprender que llevar a los alumnos a la calle y promover determinadas consignas constituía una transgresión, si bien podía considerarse legítima como hecho político. Se trataba de la legalidad transgresiva. Los alumnos debían diferenciar : «Ayer, en la calle yo podía gritar contra el ministro, junto con mi señorita. Pero mañana en clase, voy a tener que obedecerla». Este razonamiento incluye, mediante el aprendizaje de las legalidades transgresivas, un entrenamiento para tolerar contradicciones y paradojas sin descompaginar el psiquismo.
La legalidad transgresiva se caracteriza porque en determinadas situaciones sobrepasa las normas establecidas que garantizan la estabilidad y la permanencia de «las cosas como siempre fueron». Por ejemplo, las maestras respondiendo a un modelo de disciplina para con sus superiores y los chicos obedeciándolas a ellas. Esa era la lógica. La misma lógica que afirmaba que para cambiar a un presidente lo legal era recurrir al voto. Además aprendieron el valor que tenía guardar el dinero en un lugar seguro llamado banco para poder retirarlo cuando llegasen las vacaciones. Al constatar lo relativo de estos principios tuvieron que habilitar en su psiquismo las nuevas lógicas de las paradojas que en este modelo nacional están asociadas con la necesidad de defenderse de las injusticias.
También los chicos pueden quedar inmersos en contradicciones cuando ayudan a dibujar un cartel doméstico donde dice «¡Que se vayan todos los políticos!» sin comprender todavía que el papá y la mamá que cantan el Himno y reclaman democracia les están inculcando un mensaje intelectualmente torpe y autoritario. La paradoja radica en mostrarle al hijo un modelo de participación ciudadana y utilizarla para llamar a degüello liquidando a «todos», renegando de la capacidad de discernir. El discernimiento permite diferenciar las legalidades transgresivas de los abusos de poder. No es lo mismo transgredir coyunturalmente la normas defendiendo aquello que es un derecho legítimo que legalizar un cúmulo de atropellos.
Será necesario explicar a los chicos el valor genuino del cacerolazo como una producción original, cuyos participantes no necesariamente coinciden acerca de las razones de la protesta. Enseñarles que organizar asambleas barriales no es lo mismo que hacer la revolución del 25 de Mayo. Tampoco es lo mismo golpear cacerolas que vaciarlas de aceite hirviendo sobre los ingleses que invadieron Buenos Aires. O sea, reconocer las diferencias.
Cuando me iba de su casa le pregunté a mi nieto: «¿Por qué no te gustan los cohetes?» Se quedó pensando. «Porque los tiran los otros. La cacerola la toco yo».
Nosotros sabemos quiénes son nuestros respectivos otros. Los recursos para excluir a «los que no nos gustan» demandan discernimiento, compromiso con lo que sucede a nuestro alrededor, responsabilidad para denunciar, el repudio de la propia complacencia, el registro de lo que no podemos y lo que sabemos que podemos desear. Esta enunciación está en las calles. Entonces, ¿podremos confiar en la prioridad y en la persistencia de las consignas lúcidas que sostiene esta nueva legalidad transgresiva que salió al rescate de la decencia y de la reconstrucción de los derechos?