La quiebra fraudulenta de los hijos adoptados

Por Eva Giberti
Jueves, 9 de enero de 2014 Página 12

El trabajo terapéutico con adolescentes adoptivos constituye una fuente de aprendizaje permanente: “Ella ¿no me pudo tener o no me quiso tener?” Pregunta que se viene repitiendo en los últimos años en boca de los adolescentes, que hace veinte o treinta aparecía en la edad adulta.
El jovencito, acostumbrado a las no-respuestas por mi parte cuando las preguntas tienen ese color, continuó: “Porque son dos cosas distintas”. Mantuvo la argumentación: “Porque yo ya sé que soy adoptado, que me fueron a buscar a Misiones, que ella tenía 16 años, que tengo hermanos, aunque no sé cuántos, que el tipo que estaba con ella se fue y la dejó sola con los más chicos… Pero conmigo, ¿qué le pasó? En el expediente, ¿dice por qué me tuvo y después me dio?”.
Empezó a fastidiarse porque yo no respondía, ensayó sacar el celular sabiendo que mientras dialogamos tiene que estar apagado. Muy seria, le dije: “Y… el celular está igual que yo, no contesta…”. Rápido me replicó: “Sí, pero le aprieto la señal y enciende”.
Me sumé al diálogo: “Porque está cargado…”.
Entendió muy bien: “¡Y claro que estoy cargado!… Pero vos también podrías estar cargada y saber algo para contestarme. ¿Por qué, qué le paso a ella que me dio a mí y se quedó con mis hermanos?”.
Llegábamos al punto de inflexión que innumerables adoptivos sobrevuelan con sus mejores defensas, negando la existencia de otros chicos en la misma familia de origen, los que se quedaron con la madre: “Yo no creo tener hermanos”. Otros, reflexionando: “Si tuvo otros hijos para mí no son mis hermanos”. Y los más lúcidos: “Sí, pero ¿quién sería el padre de los otros? Ella –la madre de origen– es la misma, pero ¿con cuántos tipos tuvo hijos?”.
La rajadura en la imagen de la madre de origen aparece, reiteradamente, de manera distinta de lo que sucedía hace décadas. Durante los años anteriores, la madre de origen se mencionaba, negando su interés por ella, o bien se la conmiseraba pensando que había sido una pobre mujer víctima de abandono, o bien se la salvaba como heroína que llevó adelante un embarazo sin apoyo y debió deshacerse de la criatura.
Ahora se atreven a pensar en “los tipos con los que se acostó” –pregunta que los hijos no-adoptivos suelen elevar a la fase de la duda o de la certeza–, pero en años anteriores suponían que padre y madre habían engendrado a un solo hijo y a sus hermanos, sin ningún otro atravesamiento amoroso. Por lo general se podía comentar las travesuras del padre, pero tocar a la madre era muy raro.
En los adoptivos la figura del supuesto padre, el real engendrador, suele quedar encapsulada, ajena a la palabra que podría crearlo.
Si en alguna instancia surge un sentimiento de vergüenza en la construcción subjetiva de haber sido adoptado, ese sentimiento queda orientado hacia el varón que contribuyó a engendrar. El silencio a su alrededor, hasta ahora, parecía asociarse con el abandono o la desatención hacia la madre de origen que se descuenta es responsabilidad masculina.
Circunstancia que conduciría a la aceptación de otros hombres en la vida de esa mujer. Suposición habitualmente certera.
Lo novedoso reside en el lenguaje con que estos hijos adoptivos abordan el tema, incluyendo la soltura de sus palabras, la “frescura” en el decir para referirse a la madre de origen mirada como una mujer que pudo haber asumido múltiples relaciones sexuales.
Un dato de la realidad, si bien no generalizable pero que muestra tendencia, reside en que los adoptivos derivan su adopción de la fase capitalista de su época, si nos referimos a países de Occidente. El niño en situación de adoptabilidad que una nutrida población latinoamericana adopta refugiándolo, no es el que habitualmente se menciona cuando de adopciones se trata. No es la población que depende de un abogado para llevar adelante un juicio por adopción. Avanza en la crianza del niño y cuando le resulta cívicamente necesario “mueve los papeles”. Son los fenómenos típicos en América latina. Pero, por lo general, los hijos e hijas adoptivos con quienes hablamos provienen de patrocinios legales jurídicamente iniciados, o legales e iniciados bajo cuerda, con criaturas “conseguidas” en provincia y luego administrativamente legalizadas.
Este parecería ser uno de los puntos que mantiene en un pretendido ordenamiento los avatares de la adopción: si se sacudiera el árbol de la vida se desprenderían frutas con distinto nivel de madurez y alguna en términos de maduración extrema o ya resecada por el paso del tiempo. Estos niveles son los que se mantienen ajenos a los senderos de la Justicia, de los abogados, de los tribunales: por milésima vez escribiré que de los adoptivos los profesionales del derecho sólo pueden hablar parcialmente; somos los psicólogos que los acompañamos durante años, y muchas veces los encontramos como adultos, quienes conocemos de qué se trata el denominado instituto de la adopción.
De la sombra estremecida que resulta de sacudir ese árbol seminal de la adopción, empieza a rescatarse el lenguaje que algunos adoptivos y adoptivas han integrado para hablar de la madre de origen, partiendo de la misteriosa panza para interrogarse por los hombres que con ella podrían haber cohabitado. Es la perspectiva del hijo, que siempre existió en lo referente a la pobreza: “Ella era pobre sin duda y no pudo criarme”. Muchos relatos hicieron pie en ese argumento, auténtico de toda autenticidad. Al margen del cual el interés interrogado sobre sí mismo gira en redondo y algunos adoptivos se miran, subjetivizados por la no-pobreza, todo lo contrario. Y ese “quizás era muy pobre y no podía cuidarme”, se elonga hacia otra figura: “Como era muy pobre tenía que tener varios hombres para que alguno la acompañara”. Realidad muy lejana a un invento o fantasía; tal cual sucede con las madres habitualmente pobrísimas que no ceden a sus criaturas en adopción y alternan sus vidas con compañeros que asumen como propios –o no– el capital humano que esa mujer transporta como la dote de su existencia.
Si no fuera ridículo decir que estos adoptivos ensayan una mirada “capitalista” sobre la figura de la madre de origen autorizándola a cambiar de compañeros por ser pobre, sería malvado. Y no lo es, simplemente, “es la economía, estúpido”, es la perspectiva de quienes no tuvieron que preocuparse por su sobrevida, ya que fueron adoptados por quienes los amaron y dispusieron de bienes para educarlos.
Es la palabra nueva, la expresión directa que no se estruja antes de pronunciarla: “Mi mamá de origen vaya a saber cómo vivió, y con quiénes, después de que me dio en adopción”.
En los 50 años que llevo escuchando adoptivos, adoptantes, niños y adultos, esta expresión recién la escuchaba cuando hablaba con una o un adulto, nunca en boca de un adolescente, que quizá lo pensaba. Pero ahora la inaugura, la crea y la organiza con el lenguaje que amontona y estructura el inconsciente para atravesar los puentes que la posición económica como adoptivo le autoriza, cuando quiere hablar de su origen.
¿Pero no será porque a esas edades el pensamiento, los procesos cognitivos se compaginan de otro modo, aparecen otras lucideces que no tienen que ver con la economía, con la perspectiva capitalista? El capitalismo no es una mala palabra como sabemos.
Y si un adolescente adoptivo muy pobre empuña la frase, la dice desde otro lugar, el que no es insignia de una diferencia con ella. En todo caso, es un “otro semejante” de aquella madre de origen porque conoce ese origen que el otro adoptivo nunca vivió porque no fue necesario.
Los adoptivos con los que habitualmente tratamos gestionaron sus vidas en un horizonte en que se valorizaba el rendimiento y el éxito como continuidades del proceso de adopción, proceso razonable por cierto. Lo que les sucede es que ahora registran su identidad en el borde de lo que cuentan los libros técnicos: siendo un hijo que alguien debió ceder para que otros lo acompañasen, la madre de origen quedó en situación de quien debe rehacerse después de una quiebra y claudicación por lo menos de un capital: ese hijo ahora adoptivo. Debe encontrar otros socios para que otro árbol de la vida la cobije, ya que sólo aprendió a parir hijos en la pobreza extrema que América latina no logra resolver. Este segundo punto no es el que tienen in mente estos hijos adoptivos, pero sí reconocer la necesidad de sobrevida de esta mujer, lo cual le impide al adoptado denigrarla porque “debe haber habido otros hombres después que me dio”.
Estos adoptivos, zarpados en el lenguaje de la connivencia habitual con nosotros, sintonizan con una sorprendente misericordia administrativa y verbal el relevo de los sucesivos compañeros de sus madres de origen porque la máquina capitalista les ofrece una alternativa para comprender sin juzgar ni sentirse avergonzados por “los hombres en la vida de mi madre. En todo caso, cretino el que la abandonó cuando se embarazó de mí”.
Alguna vez, hace años, me dijeron: “Si lo llegara a encontrar, le rompería el alma a patadas”. Tengo que esperar que esa frase aparezca en alguna consulta. Pero temo que el alma no cotice como para pretender rompérsela al sujeto que se fugó generando una quiebra fraudulenta.

Adopción.
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