Reir para complacer

Publicado en Pagina 12; 10 julio 1998- Suplemento Las 12

Tal vez no ocurra siempre del mismo modo; más aún, me consta que existen mujeres que ante el estímulo de una frase emitida por algunos hombres con aire campechano, y que pretende ser graciosa, reaccionan de manera distinta. Pero vale la pena observar el fenómeno.
Supongamos que durante una sobremesa, la conversación entre los hombres y las mujeres se desarrolle de manera cordial y, en determinado momento, uno de los caballeros decide explicar las dudas que surgen del diálogo compartido, con una frase gentil : «¿De qué nos asombramos?¡Ya sabemos que las mujeres son locas!». Frase que también es festejada con risitas por las mujeres que la escuchan.
Supongamos que en otra sobremesa, otro caballero cuenta un chiste subido de tono que implica una descalificación del género femenino; entonces se producirá el mismo fenómeno: risas compartidas entre los hombres y las mujeres que acompañan al narrador.
¿Cuáles son los motivos que conducen a que algunas mujeres acepten, de manera risueña, el agravio o la burla? El diagnóstico indica que esa respuesta forma parte del dispositivo de la complacencia.
La complacencia, analizada en este marco, privilegia una actitud cercana a la tontería y el sometimiento regulados por la presencia enmascarada del placer ; porque la palabra complacencia encierra el vocablo placer (com-placer) que, en este ejemplo, compromete a los protagonistas de una conversación.
Según este modelo parecería que las mujeres que lo protagonizan 1) encontraran placer en ser humilladas, y como efecto de esta humillación 2) producirían placer en los hombres que proceden de este modo; ellos se sentirían autorizados a satisfacer su narcisismo masculino ejerciendo dominio sobre la mujer que lo escucha sin protestar.
El aprendizaje social del complacer se inspira en la creencia de que las mujeres tienen la obligación de producir placer para el género masculino, modelo que tiende a cronificar las distintas formas de sometimiento que aún persisten en algunas congéneres.
Históricamente se les enseñó a las mujeres que «deben gustar». Es decir, que deben ser simpáticas y gentiles, lo que significaría no discutir en situaciones socialmente agradables, sobremesas y fiestas por ejemplo. En particular aceptar los comentarios de quienes disponen del poder.
Este aprendizaje, enlazado con las características de personalidad de cada una se potencia o se neutraliza, según sea lo que se denomina autoestima: a mayor autoestima menor tolerancia a los avances descalificantes que produce el género masculino, enmascarados en la pretensión de ser «graciosos»
El entrenamiento en esta clase de «gracias» puede observarse en algunos programas de tevé: en ellos cualquier forma de ingenio está ausente, y se apunta al regocijo de la teleplatea incluyendo burlas y descalificaciones a las mujeres que trabajan en ellos.Las cuales , ya sea por cumplir con lo que impone su contrato o porque no les preocupa quedar convertidas en sujeto de chacota pública, asumen la situación riéndose ellas también.
El argumento o las frases con que algunas mujeres justifican estos procedimientos, por ejemplo «Nunca lo había pensado! » evidencia la colonización intelectual que impide discernir entre lo que puede admitirse y lo que es intolerable; y cuando alguna congénere replica: » ¡Pero los hombres no dicen esas cosas por ofender! ¡Solo es un chiste!», desconocen la experiencia clínica, la cual enseña que quien se expresa mediante chistes denigrantes del genero mujer, deja al descubierto su hostilidad .Nuestra cultura le enseñó al varón que cuenta con la benevolencia femenina capaz de sobrellevar este lenguaje intencionalmente discriminatorio, carente de ingenuidad.
Los contra-argumentos que ensayan algunas mujeres para justificar su complacencia son múltiples:» Hay mujeres a las que les gusta que le cuenten chistes verdes». Sin duda, pero tengamos en cuenta que la proporción de chistes de esta índole que descalifican al género mujer es significativa, entonces, fatalmente, finalizará acompañando las carcajadas masculinas que festejan la denigración de la mujer protagonista del chiste.
O bien: «No se puede vivir discutiendo con ellos! Además lo dicen sin mala intención «. Yo pienso que sí existe «mala intención» en el sentido de avanzar sobre el género mujer de modo descalificante, en cumplimiento de una rutina socialmente entronizada; podría admitir que se trata de mecanismos teñidos por el hábito de «cargar» a quien se muestra débil o a quien se evalúa como inferior. Si así fuera, resultaría mucho peor. Si alguien argumentara que quizá se trate de procesos inconcientes, convendrá recordar que la calidad de inconciente que impregna nuestras conductas es una producción propia y no ajena.
«¡Entonces hay que vivir peleando!». Sí. En estas situaciones, sí. Porque cuando se persiste en esta índole de complacencia, se promueve confusión en el género masculino, ya que al autorizarle que se coloque en el lugar de un poder denigratorio se estimula la creencia en su superioridad.
Vivir con la sonrisa sin motivo incrustada entre los labios, se parece más a una oferta sexual que a un modelo de convivencia. Esos labios entrabiertos en la sonrisa complaciente fuera de lugar equivalen, simbólicamente, a una vulva que se ofrece.
El arte de gustar, que podría ser la traducción simplista del art de plaire que inventaron los hombres y las mujeres del medioevo, no se sostiene en la complacencia cuya finalidad es gestionar amor y simpatía a cualquier precio. La gentileza no significa tener la sonrisa disponible cuando alguien ataca mediante chistes o expresiones denigratorias instaladas en el imaginario social.
En estas circunstancias se impone una cara seria o una respuesta concreta. Entonces aparece algo interesante : por lo general el varon dispara una respuesta veloz, casi siempre la misma: «Parece que no le gustó lo que dije» o algo equivalente. Es decir, se posiciona como víctima incomprendida e intenta desplazar la responsabilidad sobre la mujer, como si se tratase de una cuestión de gustos y ella fuera una persona difícil, a la que todo le cayese mal, y que,además exagerara en su apreciación. Intenta retroceder sin que se note que acusó la marcación hecha por su interlocutora y entonces ensaya invertir el eje de la cuestión , colocando a la mujer, nuevamente, en un papel denigrado: ella es la «rara». En realidad el varón huye de la situación difícil en la que fué colocado, porque no sabe cómo hacerle frente y no se le ocurre disculparse. No resulta difícil asociar la compadrada en el lenguaje con la huída en los hechos.
Cuando una mujer, ante este intento masculino de invertir la situación, contesta: «No cambie los hechos; no se trata de lo que a mi me gusta, sino de la necesidad que usted tiene de agraviar a las mujeres. Es un problema suyo, no mío», quizá se suscite una situación difícil, y necesaria; oponerse al mal trato y poner en evidencia a quien lo ejerce es parte de las responsabilidades que la convivencia demanda.
Proceder de acuerdo con este criterio quizá no aumente el caudal de simpatizantes.Y también puede provocar disidencias entre mujeres. Pero¿con qué hombres pretendemos compartir el diálogo?¿Con los que reclaman complacencia estéril y sometida o con aquellos que prefieren conversar con mujeres que no transijan con ninguna forma de violencia?

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