Padres e hijos, nuevos socios

Editado en Clarin, el 2 de julio 2002

La crisis promueve un reacomodamiento de los roles familiares. Es sano alentar que los chicos acompañen a los adultos en la recomposición de la vida cotidiana.

Por Eva Giberti

Durante el año 1999 trabajé con un grupo formado por veinte adolescentes en una escuela provincial. Me habían invitado por pedido de sus padres. Después de tres horas de conversación, uno de ellos sintetizó la que parecía una idea compartida por el grupo: «Lo que pasa es que ellos (los padres) no saben qué hacer con nosotros». A coro los demás coincidieron. «Sí, sí, eso es, no saben qué hacer con nosotros». El diagnóstico, que ˜tal como pude comprobarlo en el intercambio de opiniones con los padres˜ era correcto, también resultaba alarmante.
Transcurrió el tiempo y transcurrió la historia de nuestro país. Un día, mientras escuchaba a una adolescente de trece años despotricar contra sus padres, terminó su comentario diciendo: «Yo no sé qué hacer con ellos, están cada vez peor». La frase no era nueva: ya la había escuchado ˜emitida como jugando˜ en boca de otros adolescentes. La frase verbaliza el malestar y la inquietud que les produce ver y escuchar a los adultos quejándose, enfureciéndose o llorando.
Por su parte, los más chicos registran las diversas situaciones familiares asociadas con pérdidas de toda índole, ya que desocupación, vulnerabilidad extrema y sufrimientos cotidianos son hechos que aparecen como algo distinto respecto de lo habitual. Entonces se desconciertan y no saben o no pueden hablar claramente transmitiendo el miedo y el asombro que los impregna. Comunican lo que les sucede mediante inexplicables cambios de conducta o diciéndoles a sus padres que cuando crezcan también van a ser desocupados (para asemejarse a ellos).
En otra dimensión, vimos a niñitos que apenas podían hablar y que abrían sus ojos asombrados ante las cámaras de tevé que recorrían el páramo de un asentamiento atropellado por las topadoras: tampoco ellos sabrían qué hacer con sus padres y con sus madres que, ausentes en ese momento, recorrían las calles de la gran ciudad monitoreando comidas y cartones para sobrevivir. Cuando esos niñitos nacieron confiaban, con certeza instintiva, que los adultos estarían esperándolos para protegerlos y ayudarlos a crecer. Pero para ellos, nacidos en los cordones del conurbano, no fue así.
En ese lugar tradicional denominado «los padres» que históricamente estuvo garantizado como clave de seguridad, ahora se encuentra a lasvíctimas de una estafa impensable, convertidos, además, en protagonistas de desesperaciones múltiples.
Este no es un fenómeno específico de las organizaciones familiares. Surgió como un coletazo de la disolución nacional en ciernes cuyo emblema anticipatorio se dibujó afirmando que un peso era igual a un dólar. Sucedió en las épocas durante las cuales las reglas fueron manejadas por un mercado complaciente que hoy en día se encuentra en situación de retiro para quienes, en aquel entonces, podían comprar. Al perderse la autonomía del comprar quedó a la vista la inseguridad que suscitan la pobreza o el achicamiento progresivo cuando no se está entrenado en ellos.
Esos adultos engañados ˜no todos˜ se están convirtiendo en padres que preguntan qué tienen que hacer con sus hijos temiendo zozobrar en la catástrofe. Comparándose con el modelo que se propusieron cuando engendraron, ahora se evalúan como padres inadecuados, distantes del histórico icono parental.
El mundo del revés
Tradicionalmente los padres eran quienes disponían del dominio que se suponía naturalmente dado y que ahora muestra su realidad como frontera con lo imposible: no pueden llevar a cabo todas las acciones eficaces que los hijos demandan como necesarias y los mortifica tener que responder: «No te puedo comprar, no podemos ir», frases que se mastican entre la furia, el dolor y la imaginación en busca de otras alternativas.
«Mis viejos ahora entraron en la onda de las asambleas Se pasan el día haciendo carteles» son comentarios de algunos adolescentes que denuncian el déficit de explicaciones que les aclaren cuánto importan las asambleas, qué significa participar y controlar a quienes intentan desbaratar esas reuniones, de qué se trata el derecho de reclamar y cuál es su responsabilidad juvenil en este momento.
Más allá de los deseos que los adultos pudieran propiciar, los chicos y los adolescentes forman parte de lo que ocurre, son nuestros nuevos socios en los avatares por venir. Sus derechos como ciudadanos implican responsabilidades acordes con la edad de cada uno. De cada una.
Si nuestra responsabilidad es defender sus derechos, tenemos que garantizarles la salud, la educación, la vida en familia, la vivienda. También tendremos que hacernos cargo de lo que todavía no hemos podido lograr ˜y de lo que se retrocedió˜ en esos territorios. Porquelos hemos posicionado en un mundo al revés. ¿Qué otra lectura sería posible para quienes, siendo niños afirman:»No sabemos qué hacer con nuestros padres»? Les resulta difícil reconocerlos en lanueva identidad que el desempleo y la recesión han instalado: ésa es la realidad en la que viven y que registran con menor o mayor lucidez.
Entre la posición que tradicionalmente ocupaban los padres y la posición actual existe una zona, una interfase, regulada por la comunicación entre padres e hijos en la que se mantiene, imperturbable, el vínculo amoroso. Pero amar como víctimas de una catástrofe y desde la impotencia que de esa situación puede derivar modifica el ejercicio del amor aunque su calidad se mantenga.
Ese ejercicio se perturba ante la imposibilidad de continuar dándoles a los hijos «lo mismo que antes». Perturbación que es el efecto de sentirse culpables por aquello de lo cual se los priva. Pero ese sentimiento persecutorio y taladrante es mala compañía porque impide sintonizar los recursos simbólicos que los hijos pueden aportar. ¿Recursos simbólicos? ¿Qué es lo que los chicos podrían aportar?
Si se los continúa considerando «los chicos» sin adjudicarles, como les corresponde, la condición de ciudadanos/as activos se minimiza el potencial personal de cada uno de ellos. Ese potencial suele desconocerse, a punto tal que con frecuencia escuchamos a algunos adultos asombrándose ante las respuestas de «los chicos» y sorprendiéndose con algunas de sus intervenciones en la vida social, por ejemplo la responsabilidad que asumen cuando cuidan a sus hermanos menores, cuando se atienden a sí mismos durante las horas que transcurren en la soledad de sus casas y también cuando cumplen con los trabajos en los que, indebidamente, invierten sus horas aquellos que son pobres.
Una nueva perspectiva nos permite aceptarlos como nuevos socios que ˜aun necesitados de alguna orientación adulta˜ son capaces de acompañar a los padres con ideas, críticas, empuje, desafíos, fuerzas y no sólo con reclamos y lágrimas por lo que hubieran perdido: esos son recursos simbólicos que traducen el valor de ser hijo o hija en su dimensión trascendente; que excede el capítulo «los chicos» cuando se los posiciona como hacedores de nuevos proyectos que, probablemente, incluyan alguna ráfaga de nuestras utopías.
Pero hace falta reconocerles ese lugar como acompañantes comprometidos por amor, por identificación, y también por responsabilidad temprana y no sólo por resignada obligación filial. Es preciso rehacer el pacto entre las generaciones: ya no se trata solamente de los adultos pensando en el futuro de sus hijos, sino de los hijos sobrellevando el futuro que los padres no imaginaron ni desearon para ellos.
Y hace falta trabajar juntos para que el lamento no sumerja al grito que es parte del derecho a la vida con dignidad.
Entre la posición tradicional de las familias y la posición actual existe esa zona de comunicación que demanda una nueva alianza entre padres e hijos; rehacerla, sosteniéndose en la convicción de quien está recreando una zona que se ha salvado de la catástrofe, no es una alternativa menor. Sobre todo si asumimos que ahora pensar en los hijos significa iluminar un espacio para decirles que son imprescindibles como acompañantes calificados en el difícil y doliente rescate de las familias de las que forman parte y del que fue su país.

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