Rio Negro 28 de junio de 2003Por Eva Giberti
Se habla de la identidad o de identidades diversas, ya sea refiriéndose a la identidad personal o a las identidades culturales y colectivas, además de otras clasificaciones. Es decir, el concepto de identidad ha sido trajinado conceptualmente y hoy en día es preciso ajustar sus sentidos.
A la férrea y sostenida lucha por la identidad de los hijos de personas desaparecidas que protagonizan las Abuelas de Plaza de Mayo reclamando por el derecho de esos hijos para saber de su origen y reconocerse como descendientes de quienes lucharon por un ideal de justicia, se añaden los múltiples análisis actuales acerca del tema.
En primer término precisamos registrar el valor de las diferencias que nos permiten distinguir entre diversas identidades, razón por la cual la denominada identidad fija tal como aún se mantiene en textos académicos y en libros escolares no logra sostener su entidad; cuando más, la que se denomina identidad formal, registrada por el DNI, es la que podría considerarse «fija», acumulando nombre y apellido. Sin embargo, puede tergiversarse y localizar a otra persona en lugar de quien la ostenta.
Actualmente nos referimos a políticas de identidad, que comienzan por reconocernos como sujetos culturalmente colonizados por una educación cuyos contenidos fueron impuestos por las culturas de los países europeos, así como hoy en día esos contenidos provienen de países centrales, imperiales, según el modelo estadounidense. No caben dudas acerca de la impregnación cultural europeizante que durante décadas reguló los programas educativos de los ciclos primarios y secundarios: recién han comenzado a modificarse los contenidos de la educación durante las últimas décadas y aún hoy nos topamos con las convicciones de innumerables docentes cuya admiración cultural está focalizada en los países centrales.
Afortunadamente esta perspectiva es evolutiva, cambiante y proteica. Puede modificarse y las nuevas generaciones, cuando llega el 12 de octubre, saben que no se trata de festejar la conquista sino de rescatar los valores de las culturas indoamericanas aplastadas por el genocidio que aquellos hombres produjeron en el continente. Es decir, comenzamos por sobrellevar la identidad de quienes fueron vencidos, conquistados y colonizados. A lo que debemos añadir la descendencia que plantó la inmigración desde distintos países, formada en la nostalgia de los países de origen de los antepasados.
O sea, contamos con identidades complementarias y contradictorias que se regulan según nuestros contactos con las otras personas, con el otro del cual nos diferenciamos y con el cual convivimos aprendiendo a diferenciarnos y a respetar tales diferencias. Razón por la cual las políticas de identidad comienzan por ese reconocimiento, claramente alejadas de los procesos de exclusión mediante los cuales se expulsa del propio entorno a quienes son diferentes.
Tanto los sujetos como las comunidades y grupos sociales suman y dinamizan diversas identidades según las épocas, los traslados geográficos (migraciones) y las experiencias históricas, dado que la identidad no es fija, no está dada de una vez para siempre y está asociada a procesos de identificación, ya sea con pautas culturales diversas o con sujetos reconocidos como líderes. Puede advertirse la diferencia entre las identidades que exponen y expresan los adolescentes actuales si se los compara con aquéllos y aquéllas de la década del ’60 y del ’70, tanto en nuestro país como en otras regiones.
Así como el reconocimiento del otro constituye un punto clave en la recreación de identidades, la autorreferencia es otro nivel de análisis imprescindible: ¿a qué partido político decido pertenecer? ¿Por qué debo cambiar mi lectura política de los hechos sociales y modificar mis convicciones? Son preguntas que subrayan las oscilaciones, dudas y contradicciones que escapan de la pretendida fijeza de una única identidad personal, incapaz de reconocerse en otros modelos y en otros proyectos distantes de los que originalmente fueron los propios. No es casual que quienes analizan estos procesos identitarios se refieran a los riesgos de una megaidentidad hegemónica que pretenda mantenerse incólume desconociendo los pulsos de la historia y las alternativas que, en el mundo de los valores, los cambios sociales y económicos introducen.
Uno de los puntos más sensibles de esta categoría de las políticas de la identidad reside en los deslizamientos que pueden suscitarse cuando se potencian las desigualdades económicas y sociales y entonces se multiplican las identidades de los excluidos, las cuales implican la existencia de las identidades de los poderosos en cualquiera de sus instancias. El fenómeno adquirió particular importancia durante las últimas décadas de la modernidad capitalista.
Entonces, cuando debamos referirnos a identidades, ya no cabe remitirse al antiguo concepto de «fijeza»: «Fulano siempre fue y siempre será así…» porque tal rigidez, más allá de características personales conscientemente elegidas y estructuradas en defensa de determinados valores, conduce a políticas ajenas a la convivencia; la cual precisa de la elasticidad suficiente para reconocer al otro; y aceptar que, en la construcción progresiva y cambiante de nuestras identidades, necesitamos del reconocimiento de ese otro para ser quienes decimos ser. Claro que a veces ese otro nos reconoce para humillarnos o explotarnos. Pero es otro capítulo que merece espacios más extensos.