Existe una creencia errada, aún en buena parte de los profesionales, que tiende a quitar responsabilidad al golpeador por considerarlo víctima de ciertas patologías. Por: Eva Giberti
Fuente: PSICOANALISTA, DIRECTORA PROGRAMA «LAS VICTIMAS CONTRA LAS VIOLENCIAS»
Pocas semanas atrás, una conductora me entrevistaba en un programa de un canal de cable sobre las diversas formas de la violencia familiar. En esa oportunidad surgió un enfoquedistinto que provino de un televidente. Describía yo las características habituales de los hombres violentos y explicaba que quien golpea construye placer mediante esa práctica.
Pegar «porque se pone nervioso» es una manera de encubrir que golpea porque ese procedimiento expande su Yo: el sujeto se agranda ante sí mismo, se siente poderoso al encontrarse con alguien que no puede devolver el trompazo y que gime pidiéndole «basta, por favor».
La satisfacción que genera ejercer el poder contra alguien cuya vulnerabilidad le impide defenderse forma parte de las estrategias del golpeador inspiradas en los procedimientos clásicos de las torturas.
En lugar de estar atada a un banco mientras se le aplica picana eléctrica, la mujer golpeada queda sujeta por el terror que le impone la convivencia con ese hombre del cual no puede separarse; las ataduras suelen ser los hijos que engendró con ese varón. La mujer carece de recursos para independizarse de él. No necesariamente se trata de recursos económicos; aun en condiciones de bienestar no cuenta con otra índole de recursos emocionales y mentales para denunciar la violencia y perder o alterar el estatus de esposa y madre.
El entrenamiento en el abuso de poder, históricamente y estadísticamente masculino, recrea una zona de placer que incrementa la sensación de «ser alguien»; de allí la necesidad de contar con una víctima permanente.
«Bueno, pero se trata de enfermos…» es un comentario que aún brota de la boca de colegas y de otros profesionales. De la profundidad oscura que socialmente habitan el patriarcado y el machismo proviene la creencia que adjudica patología al golpeador para aliviarlo de responsabilidad.
Así se ha generado la tendencia de pensar en enfermedad cuando estamos ante otra índole de fenómeno. El punto de inflexión se torna incandescente cuando es necesario reconocer y tratar a las víctimas de las denominadas «patologías» y a rescatarlas del masoquismo que se les adjudica.
«¡Pero, Eva!», suelen decirme. «Hay casos en los que la mujer es masoquista y busca que la golpeen y después se queja». Se comprenderá que cuando estas palabras brotan de quien puede estar atendiendo a víctimas de violencia familiar, sin advertir -más allá de la simplificación diagnóstica que la afirmación implica- que está promoviendo «el derecho de los golpeadores», se reconoce la zona tenebrosa del machismo y del patriarcado como generadores de las palabras que se dicen con pretensión profesional.
Es indudable que entre los golpeadores pueden encontrarse personas con diversas patologías, pero no corresponde utilizarse dicha excepcionalidad para generalizar las actividades violentas de los golpeadores
Que el masoquismo pueda inspirar a alguna mujer para permanecer al lado del golpeador también es posible. Pero carece de seriedad afirmar que el masoquismo de alguna mujer explica la persistencia en las prácticas violentas en general.
La pretensión de ecuanimidad que intenta sostener ambas afirmaciones, tanto acerca de las psicopatologías del golpeador cuanto del masoquismo de la víctima(salvadas sean las mínimas excepciones posibles) constituyen una deformación de las teorías psicológicas que se aplican ante un problema internacionalmente grave.
Si hay algo que enardece a estos sujetos es su propia convicción de que la víctima puede resistir la golpiza y que podrá obtener de ella algo que no sabe exactamente qué es, pero «algo» que es de ella y de lo cual él no dispone. Sensación acertada: la víctima dispone de su vida, de la cual el golpeador pretende saberse dueño.
Esta es una de las dimensiones del abuso de poder en cualquiera de susformas. Quienes militan en el ejercicio de tales abusos siempre precisan algomás, «algo» que no logran arrancar de la víctima, y no toleran asumir el vacío que esa imposibilidad les suscita.
Estoy cerrando el circuito: si bien los golpeadores expanden su Yo, se sienten agrandados y encuentran satisfacción en ello, tal cosa no les alcanza, no se sacian y tienen que repetir el procedimiento.
Esta afirmación arriesga aquello que arriesga toda generalización: no puede considerarse estrictamente certera, pero el diálogo con estos sujetos permite suponerle cierta validez.
Por fin, ¿qué dijo el televidente que llamó al programa? «Yo soy un ex golpeador y considero correcto el concepto de la doctora Giberti. Yo nunca estuve enfermo. Le pegaba a mi esposa por abuso de poder. Gracias a Dios es una página pasada y negra de mi vida».
El testimonio es inesperado y, desgraciadamente, infrecuente. La experiencia enseña que existe una significativa dificultad para revertir la violencia del golpeador y para transformar su búsqueda de satisfacción en la conciencia del delito que protagoniza. Porque suelen estar convencidos de que les asiste el derecho de golpear.
En esta oportunidad, el televidente advirtió que nunca estuvo enfermo, al mismo tiempo que expresó su necesidad de «confesarse» públicamente en un mea culpa esperanzador.
Los equipos que asisten a las víctimas de violencia familiar -por llamados telefónicos de los vecinos- en el momento mismo en el cual las mujeres están siendo golpeadas ingresan en los domicilios o acompañan a las que escapan de la violencia con sus hijos en brazos.
Esos equipos saben que el golpeador sólo se atemoriza ante la denuncia yante una mujer que aprendió a solicitar ayuda y a exigírsela al Estado como derecho de su ciudadanía. Pero a veces no retroceden y la estadística suma una muerte más.