La mierda es un producto noble. Alivia a quienes la emiten y garantiza la salud de quienes la producen. Es necesaria. Los chicos aprenden a crecer cuando pueden arreglarse con ella sin llamar su mamá. Entonces, seamos prudentes y no asociemos su perfil degradado con aquel presidente que huyó en helicóptero, ni con aquel Senado, ni con aquel amigo de ese presidente conchabado en la SIDE; ni con aquel ministro que la jugó de guapo «dando la cara» en aquel Senado.
La química de la degradación puede ser lenta o veloz. Fermenta las sustancias sobre las que actúa, las transforma y a veces esas sustancias resultan útiles para abonar tierras y sembradíos. La termodinámica estudia estos procesos que reclaman el calor que inscribirá la degradación de determinadas sustancias en el ciclo del carbono que nos enseñaron en la escuela primaria. No obstante, en la actualidad, las deyecciones forman parte del mundo privado. Recién se reglamentó dicha intimidad a partir de 1539, cuando, en Francia, la policía obligó a los particulares a incorporar «privados» en sus domicilios.
Otras veces la degradación no depende de la química sino de la acción de degradar, es decir, de humillar a alguien, privarlo de su grado, de honores, hacerlo descender uno o más escalones respecto de la posición que ocupaba. Y en oportunidades quedan al desnudo quienes desde la propia degradación -vocacionalmente elegida- contaminan, ofenden y matan a quienes de ellos dependen. Contaminan las instituciones, ofenden a la ciudadanía y matan a los pobres y excluidos. Tampoco corresponde asociarlos con la basura. Que se usa para rellenar terrenos y para dar de comer a quienes la revuelven para no morirse de hambre.
Resulta complejo diseñar el telón de fondo sobre el cual recortarlos porque estos desnudados no están solos. Forman parte de un tribu universalmente extendida y en crecimiento. Entre ellos varios obtuvieron título como abogados y se especializan en demostrar que quienes eligieron la propia degradación en busca de riquezas y poder destructor, en realidad no son mala gente sino víctimas de operaciones de prensa. Víctimas de la incomprensión porque «la ciudadanía no entiende cómo se mueven las cosas de palacio, desconoce la riqueza del saber maquiavélico y no acata la superioridad natural de quienes ocupan los lugares de poder. La ciudadanía no entiende que tiene que votarlos y nada más. Además, la ciudadanía no aprende: sale a la calle, grita, golpea cacerolas, se encolumna durante un par de días y termina creyendo que de veras todo va a cambiar. ¿No se han dado cuenta de que seguimos estando los mismos de siempre? Los que actualmente no están es porque se ocupan de administrar sus bienes ganados con sus sueldos como legisladores y funcionarios».
Hasta aquí el discurso posible de estos desnudados que hoy flotan en superficie (repito que no me parece prudente asociarlos con excrementos). Aunque es difícil encontrar el telón de fondo, la escena ofrece un primer plano: Sentadita en el borde de la vereda, la República amontona pequeños cartones que sujeta con la Venda que le ofrece la Justicia. Los chicos cartoneros que no saben quiénes son pero las reconocen como otras pobres, piensan que ellas también han perdido sus trabajos. Pero estos chicos han aprendido que los lugares pueden recuperarse. Por eso hace falta que ambas figuras estén de pie para que el proceso de degradación no termine de convertirlas en lo que se propusieron y ensayaron aquellos legisladores, aquel presidente (y el anterior también), y sus amigos (los amigos del anterior también). Porque a diferencia de las sustancias biodegradables los sujetos se transforman en la praxis política. Se transforman en los espacios de comunicación organizados, que además de crear proyectos son capaces dereconocer a los infiltrados de los servicios y a los que pretenden coparlos. Espacios de comunicación en los que se evalúan las oportunidades de las que se dispone y las que socialmente se ofrecen. Son espacios en los que se digiere lo nutritivo y se expulsa lo malsano. Las noticias actuales nos enfrentaron con una pregunta que se reitera en diálogos y comentarios periodísticos: ¿Somos una sociedad enferma? Empecemos por admitir que quien ingiere diariamente y durante años sustancias destinadas a ser eliminadas sucumbe a la intoxicación. O sobrevive en la agonía. Aunque esas sustancias, excrementos y basuras, cumplan nobles funciones cuando están acotadas a sus destinos, nos enferman cuando quienes viven voluntariamente en estado de degradación personal nos imponen sus toxinas. Es decir, cuando el daño causado al país no tiene retorno, cuando comprobamos quiénes eran aquellos que sancionaban nuestras leyes y regulaban el presupuesto nacional. El fin de semana pasado conectamos con una clínica de la Gran Enfermedad que sospechamos padecer: digerimos, sin darnos cuenta -porque son demasiadas para registrarlas a todas- las toxinas que producen aquellos que han jurado por la Patria y por los Evangelios proporcionarnos nutrición. No se trata de una metáfora, de una figura literaria. ¿Alguien duda acerca de cómo nos sentimos después de la confesión del transportista de caudales? Claro, «mejor que se sepa». De acuerdo, y ¿qué hacemos ahora con los efectos de la ira esperable de quien se comprueba burlado, además de estafado? ¿Y con la impotencia? ¿Y con las defensas y chicanas que vamos a comenzar a leer y escuchar dentro de pocos días? La Venda de la Justicia destinada a garantizar la legitimidad, suele funcionar como una prótesis que se pone y se saca según sea la causa pendiente. Ese será el ámbito, contaminado por las sospechas, donde habrán de transcurrir los próximos pasos. Aspiramos a la legitimidad jurídica deliberativa, participativa (superadora de los criterios liberales), donde el derecho no prescinde de la moral ni de una aplicación ética de la racionalidad. Tengamos en cuenta que cada fajo de billetes entregados a nuestros representantes en aquel Senado, además de enriquecerlos, estaba destinado a degradarnos.