Editado en Columnas de el SigmaEl Santuario de Cromañón brotó como sede ritual antes que la muerte pudiese ser memoria. Abroqueló flores, mensajes, retratos y botellas vacías que testimonian la huida imposible.
Nació porque fue necesario hacer algo cuando ya no era posible hacer, cuando el trauma arriesgaba su adhesividad por no encontrar la traducción de un código a otro, del estupor paralizante a la alternativa de una inscripción psíquica capaz de fluir.
El arrasamiento que provino desde lo exógeno dejo sin aliento a los sobrevivientes, a sus amigos, a constancia de la tensión vital, y fue preciso instalar la cualidad que los rituales definen cuando todavía los muertos no constituían una cantidad. Por eso los adolescentes entablaron una nueva relación con su entorno, en busca de una conciencia subjetivante para el aquí y ahora que ellos personificaban y que ignoraban que personificarían. La necesidad del otro en tanto semejante capaz de entender y compartir desde el propio mundo (el de quienes se reconocen siendo aquellos con quienes los adultos no saben que hacer), permitió encontrar, entre ellos y sin nosotros, la calidad cualificante que esta nueva conciencia precisaba para nacer; cuando el riesgo de la inercia y del dejarse morir por la pena y la desesperación rondaba el estupor apenas enfurecido.
El Santuario coadyuva en la complejización vital de lo cotidiano que mantiene la presencia de Cromañón en los medios (ahora alejados de lo que sucede en la sede) y en la introducción de un orden simbólico que se sostiene entre semejantes y que resignifica el surgimiento de afectos necesarios para que los contenidos de conciencia encuentren su decir. La conciencia de la propia vitalidad pulsional que se expande en las marchas, en las remeras conmemorativas, y en el que habrá de ser el diálogo inevitable en el ámbito escolar de este año, forma parte de un enlace afectivo entre adolescentes que -excluyendo a los que excluyan de su memoria la inconfortable presencia de Cromañón- zafen del peligro inercial más allá de la persistencia del Santuario. Es probable que el Santuario encuentre el lugar que -cualquiera sea la época- los jóvenes instalaron en la poética que, escondida, doméstica o fulgurante en el rock crearon para hablar de lo que se supone es ajeno para las preocupaciones de ellos: el espíritu y la muerte. Pero no son ajenos, lo evidencia la imposición de la muerte como aquello que no corresponde esperar en sus vidas y al mismo tiempo la sintonía de ellos con las víctimas, (el espíritu que los torna reconocibles entre si); es decir, la diferencia y la afinidad marcó la desmesura de lo inefable.
Cuando Herman Hesse siendo muy joven y sin imaginar entonces que publicaría su obra escribió el poema que ahora, como addenda, encontramos en una antigua edición del Juego de Abalorios ¿anticipaba Cromañón? ¿Y sobre la montaña de muertos, doloroso y puro, el espíritu levanta ardientes faros de deseo y lucha contra la muerte y se torna inmortal?
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