Por Eva Giberti. Publicado en Página/12
Cuando escribo una nota en Página/12 es habitual que algún periodista me llame por teléfono para comentarla o que un conductor de televisión me convoque para hablar del tema, porque el periodismo diagnostica qué le interesa al público. Y a veces prefieren ampliar una información. Cuando durante el verano del año 2012 publiqué un artículo con el mismo argumento que ahora retomo con otros datos, el silencio fue absoluto. Ni llamados, ni comentarios. Me pareció significativo porque los detalles de los ataques a niños y a niñas son abrumadores: tal vez no sean las mejores lecturas durante las vacaciones. En esos meses, más allá de los temas que inevitablemente sacuden al ciudadano, tal vez sea preferible no enterarse de que en la ciudad de Buenos Aires han aumentado las denuncias por abuso sexual y violaciones contra niños y niñas.
Alcanza con mirar las cifras y compararlas. La historia que produce estos datos comienza así: adultos que llegan a las comisarías acompañados por sus hijos o hijas para denunciar abusos y violaciones, o personas que nos llaman por teléfono al 137 porque sospechan que algo de ese orden sucede en una determinada casa del barrio.
En otras oportunidades, cuando un equipo móvil del Programa Las Víctimas contra las Violencias del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos ingresa en el domicilio de una víctima de violencia familiar, ella misma, durante el extenso diálogo nos cuenta qué es lo que sucede con sus hijos. Pero no quiere denunciar al compañero.
En esas circunstancias nosotras solicitamos la intervención judicial como protección integral de la criatura en cumplimiento de la ley.
Habitualmente estamos invitadas por las instituciones de las provincias para dictar cursos de sensibilización y entrenamiento; conversamos con los colegas y leemos los periódicos de la región; los titulares referidos al abuso y a las violaciones de niños y niñas siempre se subrayan, si se ha desatado un escándalo. De lo contrario, se silencia la proporción de víctimas que paulatinamente descubrimos.
Los informes que llegan desde otros países coinciden con significativa exactitud: la victimización sexual de niños y niñas es un dato de aparición permanente.
Del asombro y la indignación que conduce a preguntar: “¿No se puede hacer algo?”, nos deslizamos hacia una naturalización conformista de los hechos. La diferencia reside en quienes piensan que denunciar es lo correcto y lo beneficioso para las víctimas. La denuncia es terapéutica si se acompaña con soportes psicológicos a cargo de personal entrenado. Si encontramos a dichos profesionales y el diagnóstico confirma los dichos de la víctima surge la intervención judicial. Inútil repetir lo sabido: la tendencia es no creerles a los niños y niñas.
Si la Presidenta avanzó con la necesidad de democratizar la Justicia, este ejercicio, en lo mínimo que yo estoy profesionalmente autorizada a opinar, podría incluir a aquellos magistrados que defienden prejuicios, ignorancias y perversidades. Niños y niñas serán beneficiarios por el cambio de mentalidad de los jueces que no les creen o que calculan que lo sucedido no es grave, porque “los chicos se olvidan y no vamos a estropearle la vida al padre con una sentencia desfavorable…”
Los datos que enuncio constituyen un segmento de lo que les sucede a las víctimas de estas cifras. Porque es preciso considerar que, con frecuencia, los chicos se sienten culpables por describir lo que padres y abuelos “les hacen”, es decir, sufren a posteriori de haber contado lo que sucedía. Comenzaron a padecer mientras eran victimizados y sobrellevaban el silencio obligados por las amenazas.
Poner el acento en el delito, que es lo que implica la exposición de estas estadísticas, no puede visibilizar el martirio que las víctimas se producen a sí mismas mediante el sentimiento de culpa y la vergüenza. Las horas interminables de no entender a pesar de saber que “les están haciendo mal”, las noches revueltas en sus camas, titubeando, confundidos y percibiendo que son víctimas pero carentes de las palabras referenciales para describírselo a sí mismos. Una criatura de seis años no se explica los hechos con la misma lógica de un adulto. Sus procesos cognitivos responden a otras lógicas y los miedos arrasan un psiquismo que inútilmente busca entender. O avanzan en la negación masiva de lo que les sucede y las imágenes de lo vivido se entierran en el cuerpo que se trastorna, se enferman “de la conducta”; y su casa, que debía ser un entorno asegurador, se convierte en una trampa silenciosa. Allí está el familiar incestuoso o el acosador. La criatura titubea hora tras hora antes de hablar. En oportunidades apenas pueden recordar.
El daño que producen estos delitos no está descripto en el Código Penal; allí solamente se acumulan pruebas que los adultos se ocupan de tergiversar o esconder. Algunos magistrados prefieren opinar: “La madre llenó la cabeza de la niña con mentiras”, como si niños y niñas fueran títeres. Las víctimas a veces dibujan con claridad meridiana escenas suficientemente explícitas. Entonces surgen aquellos que contestan “me consta que hay falsas denuncias”, afirmación de jueces o profesionales. Los organismos internacionales que se desgañitan reclamando por estas víctimas viven distraídos y no se han dado cuenta de que están siendo trampeados por madres malevolentes para ganar la tenencia de los hijos en un divorcio.
Ese daño no se limita a quienes conviven con las víctimas o están en sus cercanías. Es el daño simbólico que las organizaciones familiares y la comunidad comparten mediante la indiferencia, porque se han acostumbrado a estas prácticas que no son fenómenos específicamente argentinos.
La estrategia exitosa del violador o abusador se desmorona cuando alguien se presenta en una comisaría o una fiscalía con la víctima, sin imaginar el padecimiento que continuará cuando el niño o la niña advierten que han “traicionado” a su papá o a su abuelo o a otro familiar o al vecino que cuidaba a la nena mientras la mamá trabajaba fuera de su casa. Y empieza a comprender que lo que le sucedió lo convierte en alguien distinto, por las preguntas que le hacen, por los comentarios de los familiares y los de la escuela.
¿Pueden superarse estas experiencias? A veces. No siempre.
Este texto no se limita a mostrar detalles que evidencian cuáles son los abusos y violaciones, pone en superficie una dimensión que la violencia familiar ya había demostrado: la familia puede ser una zona peligrosa para aquellos cuya edad les impide prescindir de ella. Los que huyen eligen otro camino, no necesariamente el mejor.
En esta publicación las estadísticas no están clasificadas por género. Si exceptuamos el ataque a la zona vaginal que denota a la niña, todas las otras prácticas se les dedican también a los niños; los ataques a las niñas tienen matices propios. Ambos son fusibles para satisfacer el abuso de poder y la sexualidad de los adultos.
Estos números sólo son cifras que describen delitos sexuales contra víctimas de cero hasta los 18 años. En su mayoría se producen dentro de sus familias. Entonces ¿a quiénes tenemos que apelar para evitarles abusos y violaciones?