Editado el 25 de setiembre de 2005 en el periódico PerfilSi revisamos la historia de las civilizaciones encontraremos la enunciación de múltiples ferocidades cometidas contra niños y contra niñas. Lo cual no autoriza a desentenderse de los padecimientos actuales de nuestros chicos, pero si a reconocer que el abuso de poder contra quienes no pueden defenderse es una constante en la convivencia de innumerables familias.
La pregunta habitual ¿Ahora se producen mas abusos o lo que sucede es que los medios de comunicación los difunden cada vez más?, que podría admitirse como curiosidad preocupada por parte de los adultos, también puede interpretarse como intento no conciente de derivar la atención ciudadana hacia una evaluación de índole histórica.
Se interroga dirigiendo la respuesta hacia una contestación convencional: Estas cosas siempre ocurrieron. Ahora la gente se atreve a denunciar la versión que tiende a tranquilizar a quien pregunta. Si siempre ocurrió, entonces no es tan grave; si no fuera por los medios de comunicación no se sabría. Estamos frente a la tendencia a encubrir la gravedad de lo que sucede, neutralizándolo mediante la generalización «siempre ocurrió». Se recurre a la frase consagrada que omite la responsabilidad social aquí y ahora. La novedad reside en el cambio de mirada sobre estos hechos lo cual responde a la voluntad de crear un nuevo sentido acerca del trato que los chicos merecen.
La parentalidad no garantiza cuidado hacia los hijos: las familias son capaces de instituírse en núcleos de violencia mortal tal como venimos registrándolo durante las últimas semanas. Estos hechos adquieren el valor de lo inesperado porque se parte de una creencia popularizada: «los padres aman a sus hijos»;pero padre y madre son personas que en oportunidades no han construido una capacidad de amor suficiente como para cuidar a su prole, ya que los seres humanos no contamos con un instinto que garantice el cuidado hacia ella. Más aún, tanto la muerte de los hijos cuanto los maltratos a los que suelen ser sometidos evidencian que los llantos, las quejas o los reclamos de los chicos les resultan intolerables. a muchos padres; algunos golpean a sus niños hasta matarlos. La comunidad horrorizada suele afirmar que quienes así proceden solo pueden ser personas enfermas o delincuentes. Salvada alguna excepción, no es así: las investigaciones en nuestro país aportan resultados explícitos: los malos tratos contra niños y niñas en sus hogares, algunos crueles, son frecuentes y también habituales. Cuando se pregunta a padres y madres el por qué de sus procedimientos violentos las respuestas suelen ser as mismas :»A mi me criaron así y no salí mal» O bien:»Tiene que obedecerme». Maltratan porque se sienten con derecho a hacerlo: ellos, en tanto adultos, se constituyen en referentes y argumento para golpear. Solo les importa no ser molestados por los reclamos de los chicos .
La información acerca de la muerte de niños en manos de sus padres jaquea la idea consensuada acerca del amor parental como garantía de cuidado y protección, para abrirnos un espacio de desacuerdo, como diría Ulrich Beck, respecto de la confianza que podía depositarse en estos vínculos familiares. Desacuerdo que conduce a dislocar los contenidos de la expresión violencias contra niños y niñas, que desemboca en un magna indiscriminado, para diferenciar los malos tratos físicos (sopapos, tirones de pelo, pellizcones, encierros en lugar oscuro, lonjazos con el cinturón, trompadas, sacudones, quemaduras, empellones y otros) de la muerte provocada por el exceso o la reiteración de los golpes.
Las muertes de niños se aceptaban como producto de accidentes domésticos, desde la Edad Media hasta nuestros días; pero sabemos que no es asi. Hoy en día los responsables por la vida de los chicos-jurídica y profesionalmente-no siempre están entrenados en registrar la peligrosidad de algunos padres y madres .Cuando se prioriza el derecho de los padres contra lo que sabemos acerca de sus posibles crueldades, se prepara el caldo de cultivo de las muertes que más tarde habrán de escandalizarnos.