Por Eva Giberti
Poco a poco, van apareciendo las cárceles. Aquellas que el terrorismo de Estado organizó como prisiones destinadas a aniquilar a los detenidos.
Caseros, la película que produjo Julio Raffo, nos devolvió la voz y la cara de aquellos presos que visitábamos sin saber por cuánto tiempo permanecerían vivos. Los vimos en la pantalla, recorriendo los pasillos y volviendo a tocar aquellas paredes.
¿Qué significó Caseros como estilo de vida profesionalmente creado para destruir a quienes alojaba? Hubo arquitectos (tres) que la construyeron: sus nombres encabezan la presentación del film, hubo un ministro de Justicia que, merced a la habilidad de la cámara filmadora, muestra en detalle sus rasgos faciales y la lente estruja hasta el paroxismo los contenidos perversos del discurso inaugural. También hubo psicólogos y médicos al servicio de aquello, asociados a los guardiacárceles entrenados en torturar. Y un director de la cárcel.
Cárcel diseñada sin ventanas ni espacios abiertos, anulando toda perspectiva visual en profundidad. Se complementaba con la iluminación insuficiente que creaba un ambiente lóbrego y aplastante. La falta de profundidad en la perspectiva visual producía un déficit en la percepción sostenida por la continua visión del color gris de las paredes. Ese estilo de vida generaba el efecto de un encierro dentro de otro encierro, un instrumento de tortura sutil, envolvente y cotidiano.
La locomoción de los internos se efectuaba, exclusivamente, a lo largo de corredores, celdas y patios cubiertos que constituían el único entorno después de las horas encerrados en las celdas personales.
Se añadía la falta de contacto corporal con los familiares: hablábamos con ellos a través de un vidrio, sin poder tocarlos. Estaba prohibido recibir correspondencia y conversar con los compañeros.
Los sistemáticos castigos mediante golpes, palizas, humillaciones múltiples y la destrucción de sus mínimos bienes personales (cepillo de dientes, ropa) completaba el trato cotidiano.
Por pedido de Luis Zamora, que militaba en un organismo de derechos humanos, preparé un escrito para ser presentado ante la Justicia. Denunciaba el riesgo de de privación sensorial, cuadro que se produce por la permanente falta de estímulos sensoriales (visuales, auditivos, corporales) y desemboca en la imposibilidad de interpretar y utilizar la información que se recibe, y en la pérdida de respuestas eficaces en distintas instancias personales y sociales; se produce una invalidez psíquica y social con diversos niveles de gravedad.
¿No había atención médica? Sí, quedó a la vista su eficacia cuando se produjo el suicidio de Jorge Toledo, que fue denunciado como homicidio por sus compañeros. Los médicos habían aportado los psicofármacos iniciales, hasta que repentinamente interrumpieron el suministro. La conocida estrategia de «empastillar» a una persona para luego privarla abruptamente de la medicación.
¿Alcanzaba con el testimonio de sus compañeros? Seguramente sí, pero hubo otro testimonio que debe ser recordado: el ahora juez de Instrucción Nº3 en lo Criminal, Luis Niño, era secretario del juzgado a cargo del Dr. Olivieri. Fue él quien secuestró el cuaderno médico donde constaban los suministros de medicación al paciente y la abrupta interrupción. También dialogó con los presos y armó una causa poniendo en evidencia el procedimiento de los médicos. Y solicitó prisión preventiva para ellos y para el director del penal por abandono de persona.
Conocimos un sistema de destrucción del sujeto, encerrados en una cárcel «limpia» debido a su reciente construcción, con «avances tecnológicos» (patios de recreo cubiertos pero a los cuales no se incorporaba a los presos que se mantenían prioritariamente encerrados en sus mínimas celdas), buscando el deterioro insidioso de los detenidos, tratando de convertirlos en inválidos sociales, mentalmente perturbados merced a la deprivación sensorial.
No lo consiguieron: alcanza con ver y escuchar a quienes testimonian en el film, que se sostuvieron recíprocamente, aun en el silencio que les era impuesto, mediante solidaridades inclaudicables que inventaban para comunicarse entre ellos.
¿Por qué entonces abrir memoria acerca de esta cárcel en vías de ser demolida? Porque aquellos médicos y aquellos psicólogos, así como los empleados del Servicio Penitenciario Federal, probablemente continúen en funciones de sus prácticas.
Nuestro presente está construido sobre aquellas historias y sobre la persistencia de los verdugos que no han sido castigados. La proyección de la película Caseros -así como la aparición de documentos de otras cárceles que Página/12 inserta reiteradamente en sus ediciones- nos conecta con la mirada y la voz de quienes fueron testigos y víctimas del horror. Víctimas activas, que en prisión se retobaban y desafiaban la malevolencia humillante de las órdenes que los guardiacárceles les imponían. Así terminaban en los «chanchos», o sea, las celdas de castigo, sin ropa, sin colchón, sin comida, sin retrete y expuestos a sonidos que les impedían dormir.
Resistían como podían. Lo que generó una identificación del grupo, una forma particular de identidad que, al apropiarse de la historia, hizo historia. El conocimiento de lo sucedido en las cárceles no cambia lo ocurrido, pero sí puede modificar hechos en el futuro, tanto en cuanto a la aplicación de justicia para los responsables de los horrores carcelarios como en cuanto a la vida actual de otros presos.
Se trata del recuerdo del propio dolor para que, como memoria, sirva para que la Justicia intervenga en el dolor de otros.
Desde su Dialéctica Negativa, Adorno escribió: «La necesidad de dejar hablar al dolor es la condición de toda verdad», y luego, en su Teoría Estética, recordando Auschwitz, añadió: «El dolor llevado al concepto queda mudo y sin consecuencia: esto puede encontrarse en Alemania después de Hitler. Hay un principio hegeliano que Brecht escogió como divisa: la verdad es concreta; en una época de horrores incomprensibles, tal vez sólo el arte puede satisfacerlo».
La estética de Caseros, regulada por protagonistas testimoniales que describen, denuncian y se niegan a que la indignación de los recuerdos aniquile algunas anécdotas que ahora transforman en risueñas, introduce la divisa hegeliana que Brecht apuntó: tal vez sólo el arte -en esta oportunidad, el cine- en una época de horrores incomprensibles puede sostener que la verdad es concreta. Julio Raffo la convocó, en la voz y en la presencia de quienes formaron parte de una generación que aún tiene mucho por contar.