COLUMNA EN EL SIGMA – www.elsgma.com – 16 al 23 de octubre 2003
Por Eva Giberti.
Con cierta frecuencia recibo -en carácter de consulta- parejas o mujeres que han recurrido a los trámites que la fertilización asistida impone.
Esas consultas pueden transformarse en reiterados encuentros que se sostienen durante meses o durante varias semanas. Si comparo esta práctica con la escucha de aquellas que el lenguaje habitual denomina pacientes, también ensayando las nuevas técnicas reproductivas, advierto que algunas de ellas tienen en común la aparición de un fenómeno topologicamente ventral y afectivamente uterino/filial. Fenómeno que remite a la implantación de embriones y al posterior destino de los mismos dentro del cuerpo de una mujer, quien, desde un comienzo los filió imaginariamente como hijos.
La representación del cuerpo funcionó como unidad creada con ese objeto gestando un Yo libidinizado por la posibilidad de engendrar y por los discursos estimulantes que provenían del entorno.
Tanto el deseo de hijo, cuanto el deseo de embarazo así como las ganas de hijo y las ganas de «ser como todas» constituyen dimensiones que no son ajenas al tema que me ocupará en este texto, pero su inclusión reclama un tratamiento más extenso de lo que podría producirse en estas páginas.
Existen, sin duda, diferencias entre la mujer que recurre a la fertilización asistida mientras concurre a sus sesiones psicoterapéuticas y aquellas que llegan en busca de orientación coyuntural. No obstante, lo que sucede en el recinto uterino merced a la intervención de los profesionales, es coincidente en ambas situaciones.
Ante los nuevos relatos de las mujeres el recurso de los conocimientos y reflexiones que parten de la Bioética adquirió una singular vigencia: la tensión entre aquello que estudiamos, nuestras convicciones morales y la significativa tendencia social hacia la aplicación de la fertilización asistida constituye un ejercicio éticamente inquietante.
¿Qué escuchamos como versión hablada que describe los hechos? Una pareja recurre a la institución especializada, se les propone la fertilización, se logra, por ejemplo, la creación de tres embriones con las gametas de la pareja y se decide -previa evaluación de la calidad de los embriones- implantar los tres. La pareja ha sido informada: «quizá alguno de esos embriones no resulte bien»; se pierda o no mantenga su implante. Esta es la rutina, interferida -o no- por distintas alternativas en cada historia personal.
En ocasiones los tres embriones -a veces cuatro- responden vigorosamente a la implantación y comienzan a vivir como si estuvieran destinados a perdurar. Lo cual no formaba parte del proyecto de la pareja que deseaba -diferenciando los deseos de ambos géneros- engendrar un hijo. O que podría aceptar dos, pero asumir tres o cuatro criaturas constituiría un exceso. Entonces ¿cuál es la propuesta habitual que ofrecen los profesionales? «Reducimos uno o dos embriones, lo hacemos siempre, cuando todos prenden» (el encomillado correponde al texto común que proviene de distintos institutos). Identifica a un nuevo estilo de profesional, como reducidor subjetivado por su intervención en el mundo externo (la mujer que recurre a la fertilización asistida), mediante una actividad dirigida al interior de otro miembro de su especie (el útero de esa mujer) y dirigida a un embrión que previamente implantó (el cual forma parte del proceso subjetivante del reducidor en tanto es objeto de intercambio y praxis al mismo tiempo que partícipe involuntario de ese exterior que regula la construcción de la subjetividad). Proceso sacralizado por la ciencia .
Sin alternativa, la pareja acuerda. Se realiza entonces la denominada reducción. Diferente de extraer el embrión indeseado como futuro hijo, se utiliza una técnica que lo mantiene in utero hasta convertirse en lo-reducido.
Mientras la reducción transcurre, la mujer cuyo vientre es monitoreado de acuerdo con el ritmo establecido por los expertos, además de presenciar el crecimiento de dos de los embriones, o de uno de ellos también registra la progresiva disminución del otro. Hasta aquí los hechos visibles y los que ahora son visibilizados merced al ecógrafo.
La mujer, ¿cómo procesará ahora la unidad del cuerpo al transportar lo que está creciendo junto con lo que se esta reduciendo por elección y selección operativa?
Desde el desequilibrio narcisista que inicialmente aportaron estas mujeres hasta el nacimiento del hijo, el proceso de simbolización transitó avatares inesperados: uno de ellos recuperar la filiación simbólica del embrión elegido para sobrevivir, que dejó de ser el hijo esperado para acotarse como hijo sobreviviente.
Acompañante presencial en la escena que inaugura un siniestro cientificamente diseñado en beneficio de las mujeres que no pueden engendrar.
Una verbalización -que en clave de pregunta- ensayan de las mujeres sugiere la defensa que intentan ante lo que paulatinamente forcluyen: «Al nene que nazca -porque saben que es un varón- ¿le tengo que contar que también hubo otro quiero decir, que había dos embriones?» El mismo interrogante si se trata de mellizos que fueron embriones superstites.
¿Tendremos que pensar en la madre en situación de trauma psíquico? ¿Llegó a considerarse madre del embrión reducido? Según sus discursos previos y en paralelo a la implantación, se produjo un proceso filiatorio de esos embriones, lo que no garantiza que pudiera sentirse madre, aunque imaginariamente reconociera su papel como engendradora.
Podríamos continuar ensayando tesis acerca de la multiplicidad de reacciones posibles tanto de la mujer cuanto por parte del varón ante la escena siniestra: la experiencia advierte que esas parejas y/o esas mujeres, no están dispuestas, a interponer un dolor, una pesadumbre o un fastidio mientras defienden su gravidez (esta afirmación es reduccionismo puro mediante el cual intento suturar la imposibilidad de abrir espacio virtual para el tema).
Las desmentidas, desestimaciones y forclusiones transparentan la eficacia defensiva que, en el borde psicótico de lo horrible adquiere entidad culturalmente avalada. El recurso al acto -como diría Balier- queda consignado como responsabilidad de quien lo practica.
Si escucho sabiéndome mujer/madre, el posible espejamiento con la mujer que me describe estas escenas, corre los riesgos del involucramiento narcisista y de la identificación concordante. El alerta acerca de los riesgos, entrenado durante años se satura con los sucesivos datos acerca de hechos nuevos que exceden la mecánica que suponíamos habitual de las fertilizaciones asistidas y acerca de las cuales veníamos reflexionando.
Mientras intento entender a quien me habla y me dice lo que no que no me dice, aparecen las dudas respecto de lo que la técnica produce, la ciencia autoriza, los laboratorios promueven y la gente solicita. No se trata solamente de la persona o personas que tengo delante, sino de la apertura, a machetazos, de los senderos que conducen a engendrar; también se trata del encuentro con los embriones vivos que perdurarán, los condenados a reducirse y los suicidas que se desimplantan por su cuenta, repicando, entre todos la palabra que no se pronuncia: aborto.
¿Tendrían que preocuparnos los embriones? ¿Son personas en potencia? ¿O no? ¿Qué dice la bibliografía psicoanalítica? ¿Sería razonable, sería justo limitar o impedir -si se pudiera- las prácticas de las nuevas técnicas reproductivas, que logran la felicidad de tantas familias que «consiguen» engendrar un hijo, y el bienestar económico de tantos profesionales, solamente porque a veces hace falta reducir algún que otro embrión? Quienes escuchamos, aunque no reconozcamos la identidad humana del embrión, podemos preguntarnos por los efectos de transportar, durante un tiempo, un embrión filiado que se reduce por mandato parental, asociado con sus «hermanos» en crecimiento progresivo. Como si se tratase de algo natural. Así como preguntarnos -según la Bioética lo propone- si todo lo que la ciencia puede hacer, debe hacerse. La Bioética, que es una ética aplicada a un campo especifico de la realidad, tiene en común con la ética modalidades de análisis y metodologías propias de ésta. Muestra posibilidades de acción pero no avanza creando normas vinculantes; en cambio propone criterios orientadores para dirigir las propias reflexiones. Lo hace de manera particular porque produce contenidos mediante la práctica interdisciplinaria o multidisciplinaria.
Esos criterios orientadores provienen del mundo actual donde también se han originado las nuevas técnicas reproductivas y la decisión de «hacer trabajar la teoría» psicoanalítica con calidad aeróbica. Lo que puede conducir a plantearnos si, junto con la escucha de quienes confían en nosotros y en nosotras, corresponderá confiar -o no- en nuestras posiciones y posturas acerca de los temas que recién comenzamos a despuntar.