Por Eva Giberti
Pagina 12, 25 de junio 2014
Cuando un consultante, hombre o mujer, recurre en busca de acompañamiento psicológico para intentar abarcar un problema, puede formularlo de diferentes maneras. Pero cuando ese consultante comienza diciendo: “Yo vengo a verla porque quiero entender si se podrá hacer algo… Yo fui un niño comprado siendo un bebé, recién lo supe cuando ya era grande, tenía 20 años y me lo contó una tía, una hermana de mi madre. Mi madre murió, mi padre también y ahora yo quisiera encontrar algo de mi origen… Algunos datos tengo. Pero no puedo con el malestar que me sigue a todas partes porque no sé en realidad quién soy…”, sabemos que nos enfrentamos con un grave y extendido problema en nuestro país.
La compra de bebés por parte de quienes pretenden adoptar no ha desaparecido de nuestro medio, si bien estas consultas las proponen adultos que llegan desde lejos en el tiempo, desde una vida de torceduras y engaños que se eligió para ellos cuando eran niños, tarea a cargo de adultos cuya responsabilidad fue nula en lo que respecta no sólo a los derechos de un niño, sino a las exigencias de la ley.
“Comprar” un niño así como “venderlo”, dicho sea brutalmente y para evitar tecnicismos que no modifican la circunstancia, es un delito grave que se repite porque persiste “el deseo de ser padres” de innumerables adultos que se sienten “con mucho amor para dar” y no titubean en recurrir al tráfico con niños. La estrategia continúa siendo la misma: se anota a la criatura como habiendo nacido en un domicilio privado y se obtiene la certificación de una profesional de obstetricia que dice haber atendido el parto. La maniobra es conocida particularmente en algunas provincias y cada tanto la policía interviene y leemos la noticia en los diarios. En otras oportunidades, no se finge un parto, se negocia con alguien que “consigue” una criatura hija de alguna población carente al extremo de no poder solventar la crianza de esos hijos.
Sucedió de ese modo y de otros semejantes hace cuarenta, cincuenta años y antes de ayer. Durante años he recibido en mi consultorio a estos hijos a quienes sus padres de crianza les negaron la descripción de sus orígenes dentro de esa familia porque implicaba reconocer el delito. No se ignoraba que ese comportamiento estaba al margen de la ley, pero “el deseo de hijo” era más fuerte. La confusión de dicho deseo con el narcisismo llevado al límite de la exasperación es lo que regula este comercio, que por cierto precisa mujeres que necesiten desprenderse de su cría. Ellas son las que atraviesan por el dolor de la entrega regulada por los intermediarios que se contactan con quienes no titubean en elegir cualquier camino con tal de incluir una criatura en su vida.
Proyectos destinados a intervenir en estos temas existen. No son complicados, alcanza con modificar algunos puntos del Código Penal. Uno de esos anteproyectos se redactó en el Programa las Víctimas contra las Violencias, del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, en el año 2008, pero no es el único.
La conjunción actual se produce porque los hijos, aquellos que hace cincuenta años fueron incluidos ilegalmente en una familia, se cruzan, reclamando sus derechos para conocer su identidad y su vida de origen, con los adoptantes futuros a los que se les ofrece la tentación de “obtener rápidamente” un niño.
El tema adopción aunque cuente con legislación que actualmente permite adoptar, posterga, históricamente, la atención política y técnica que permita revisar los contenidos de sus prácticas, la seleccción de los pretensos adoptantes y particularmente la formación e idoneidad de jueces y profesionales que intervienen en el análisis del tema y de sus protagonistas.
Por su parte, el amargo y doloroso intermedio que plantean quienes siendo adultos reclaman, apoyados en las leyes de derechos humanos en general, su aspiración a rescatar datos que les permitan transitar hacia el pasado el recorrido de sus vidas, insisten en la posibilidad de que se les otorgue la alternativa de solicitar a las autoridades pertinentes la autorización para saber cuándo y cómo fueron anotados, por quiénes, qué documentos existen y dónde encontrarlos. Que es posible realizarlo lo vimos en la película Nacidos vivos, donde se encuentra el testimonio, en nuestro país, de quienes se entrevistaron con funcionarios que entendieron y facilitaron el camino, dificilísimo, a veces imposible. Ellos son los nuevos sujetos sociales cuya existencia está regulada por sus reclamos y sus derechos para encontrar datos filiatorios.
Así aparecen las personas que conjugan y conjuran el doble juego; los que fueron inscriptos como adoptivos habiendo sido apropiados durante su infancia y aquellos padres que recientemente han cometido la ilegalidad y solicitan orientación para saber cómo informar a sus hijos acerca de su “adopción”, ya que no saben “hasta dónde contar”: dudan entre dar detalles o sólo confiar en el relato de la adopción, si explicar que le dieron “un dinero a la señora”, cuando en realidad no fue a ella a quien entregaron el precio solicitado por la entrega, o bien si no decir nada porque “no tiene nada de malo pagar por el trámite de encontrar un bebé como queríamos”.
El trabajo con ellos cuenta con la capacidad de los niños que creen en aquello que los adultos narran como “lo verdadero”, de manera que explicarles que se comprometió dinero en el contacto con él o ella, aparece inicialmente como lo normal y esperable. Se naturaliza aquello que la familia cuenta, pero encontramos que prefieren no aclarar porque es probable que el hijo lo repita en algún momento. Entonces el relato de aquello que una adopción pretende ser queda atravesado por la circunstancia del canje niño/dinero.
En décadas anteriores alguien podía argumentar: “No sabía que proceder de ese modo constituía delito”. Más aún, las personas adultas que reclaman datos de su identidad por lo general cuentan que han sido tratadas afectuosamente y que no tienen quejas en “ese sentido”, como si hubiesen sido acompañadas como hijos o hijas. Pero una paternidad o una maternidad sellada por el engaño, el silencio, la trampa al contarle a esa criatura cómo fue su infancia y su niñez deben omitir sus primeros días de vida, y no sólo el parto y el nacimiento. Deben inventar permanentemente un origen y conectarse con ese hijo o hija mediante el engaño y el ocultamiento. O sea, la antítesis de lo que se espera de un vínculo genuino, dispensador de cuidado y protección integral. Cuando estas personas se nuclean, forman entidades que se asemejan a algunas organizaciones que en Estados Unidos funcionan hace décadas, con la misma finalidad: “Necesito saber quiénes fueron mis padres realmente y por qué me dejaron en manos de otras personas”.
Argumento que no es posible desestimar y sin embargo se mantiene sin respuesta para tantas personas. Constituye una forma de la castración simbólica impuesta por el narcisismo adulto que sólo logró pensar y sentir de acuerdo con sus necesidades, desbaratando definitivamente el futuro de los niños apropiados. Que sin duda desarrollan su vida al margen de esta circunstancia hasta que un día alcanzan un nivel de lucidez lo suficientemente agudo como para demandar: “¿Qué me pasó? ¿De dónde vengo? ¿De dónde provengo? ¿Por qué me lo ocultaron? Ellos murieron y ahora yo no tengo forma de saber…”.
Parecería un tema que sólo interesa a adoptantes y adoptivos, y sin embargo existe un universo, una población de adultos que, agrupados o en soledad, piensan cada día en quiénes serían si pudieran saber quiénes fueron y a pesar del respeto amoroso que muchos de ellos guardan hacia quienes los criaron no pueden menos que darse cuenta de que han sido víctimas. Y que la ausencia o carencia de medios para re-escribir sus historias no depende tan sólo del familiar sobreviviente que podría aportar algún recuerdo, sino cabe preguntarse ¿al Estado le corresponde estar ausente del tema o podría implicarse institucionalmente en la autorización para el rastreo de algunos documentos iniciáticos que favoreciesen una búsqueda necesaria?